sábado, 27 de noviembre de 2010

El último hombre

‘’El último hombre no quería caminar, no tenía fuerzas, el último hombre simplemente se rindió, cedió ante la flaqueza, y se marchitó como se marchitan las hojas a la llegada del otoño, un otoño gris. Era el último de los hombres, un hombre gris.
El primer hombre no podía caminar, deseaba hacerlo. El primer hombre simplemente se atrevió, blandió su espíritu y se alzó pletórico como se eleva el sol en el horizonte, un horizonte puro. Era el primero de los hombres, un hombre puro’’.

El último hombre abrió el cerrojo de la puerta y se dispuso a entrar en su hogar, un reducto en la séptima planta de un edificio de siete pisos, donde habitaban siete inquilinos de carácter tan extraño como desigual. Llovía, y por ese motivo llevaba la gabardina empapada, rociando el suelo de perladas gotas tras colocarla sobre el vestidor.
Sus gestos y su proceder eran delicados, como si todo a su alrededor fuese tan quebradizo como el cristal del jarrón, que contenía las siete rosas rojas, a la entrada del séptimo portal. Sin embargo, la evidencia desvelaba con tristeza que únicamente él, era lo realmente frágil, pues una vez colgado su sombrero de escuetos detalles, se descubría sin misterio un abundante cabello blancuzco y lánguido que emanaba de su testa, manifestando inmediatamente los estragos del tiempo vivido, también lánguido, delicado. Su mirada, tan cansada como experta, se posaba suavemente en cada elemento que componía la gran habitación, que reunía en aquel cubículo el salón, la cocina y el dormitorio -empezando por la entrada y terminando en un balcón por donde entraba una luz lúgubre de lluvia-.
En sus manos las llaves temblaban, subían y bajaban divertidas hasta que se posaron definitivamente en la mesilla, junto al jarrón con rosas rojas. La lluvia no amainaba y su constante susurro le aletargaba.
Parecía decidido a avanzar cuando de pronto, su mirada se clavó en el balcón y en la cortina de agua que caía, manteniéndolo sumido en ese trance de reflexión. Sin darse cuenta, sus ojos de azul aguamarina titilaron lentamente hasta cerrarse, al mismo tiempo que su brazo se extendía para buscar algo a lo que aferrarse. Estaba encogido como una pelota, se estremecía, sus piernas parecían fallarle... con el otro brazo se agarraba la cabeza por la frente, lloraba. De su bolsillo sacó un papel doblado por la mitad y algo descuidado que rezaba:

ROGAD A DIOS POR EL ALMA DE
Don Brezo Salas Mazas


Regresaba de un entierro, el entierro de una persona que tenía la vida en la sangre y que contagiaba de ese espíritu a los demás, moldeándolos, cambiando el mundo. Se había muerto el primer hombre y sólo quedaba él, el último hombre, un hombre gris.

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